Tobago- Alrededor de las 6:30 de la mañana del 28 de mayo de 2021, a unos tres kilómetros de la playa de Belle Garden, en la isla caribeña de Tobago, una estrecha embarcación blanca y azul apareció a la deriva en el horizonte. Mientras se zarandeaba de un lado a otro, los peces se juntaban y alimentaban de los pequeños crustáceos que habían proliferado bajo la superficie.
Desde lejos, parecía no haber nadie a bordo. Sólo cuando los pescadores se acercaron, olieron la muerte.
En el interior hallaron los cuerpos en descomposición de más de una docena de hombres negros. Nadie sabía de dónde venían, qué los llevó allí, por qué estaban a bordo y cómo, o por qué, murieron. No había ningún rastro de sus nombres.
Lo que está claro ahora, pero no entonces, es esto: se cree que 43 personas salieron 135 días antes de una ciudad portuaria al otro lado del océano. Intentaban llegar a las Islas Canarias de España, un archipiélago frente a la costa noroeste de África.
Nunca llegaron. Terminaron en el Caribe.
A medio mundo de distancia, sus familias los buscaban.
Durante casi dos años, The Associated Press reunió las piezas de un rompecabezas a lo largo de tres continentes para desentrañar la historia de esta embarcación,y de las personas que transportó de la esperanza a la muerte.
El barco que llegó a Tobago estaba registrado en Mauritania, un país grande y desértico en el noroeste de África a unos 4,800 kilómetros (3,000 millas) de distancia. La evidencia encontrada en la embarcación, y su estilo y color de típico cayuco mauritano, llevaba a pensar que los muertos eran migrantes africanos que intentaban llegar a Europa, pero que se perdieron en el Atlántico.
En 2021, al menos siete embarcaciones del noroeste de África aparecieron en el Caribe y en Brasil. Todas llevaban cadáveres. Estas “barcas fantasma”, y probablemente muchas otras que han desaparecido, son en parte una consecuencia de años de esfuerzos y miles de millones de dólares gastados por Europa para frenar la migración irregular por el Mar Mediterráneo. Las medidas de las autoridades, junto con los problemas económicos generados por la pandemia y otros factores, empujaron a los migrantes a volver a tomar una travesía larga y mucho más peligrosa para llegar a Europa desde el noroeste de África a través de las Canarias.
Las llegadas por la ruta del Atlántico pasaron de 2,687 en 2019 a más de 22,000 dos años después, según el Ministerio del Interior de España. Para Pedro Vélez, investigador del Instituto Español de Oceanografía, las cifras son motivo de preocupación.
“La cantidad de gente que tiene que salir, tiene que ser enorme para que lleguen los que llegan”, señaló Vélez. “Las condiciones del mar allí son durísimas, pero durísimas”.
El investigador explicó que los dispositivos flotantes arrojados por los científicos en la costa de África occidental se desplazan naturalmente hacia el Caribe por el efecto de los vientos alisios, por lo que no es sorprendente que las embarcaciones de migrantes también aparezcan allí.
En 2021, al menos 1,109 personas murieron o desaparecieron al intentar llegar a Canarias según la Organización Internacional para las Migraciones, el mayor número de muertos desde que existen registros. Pero se trata de una fracción del número real de fallecidos: los hombres del barco de Tobago, por ejemplo, no están incluidos en esta cifra.
Otras estimaciones son más altas. Caminando Fronteras, una organización española que trabaja por los derechos de los migrantes, registró más de 4,000 muertos o desaparecidos en la ruta del Atlántico en 2021, con al menos 20 embarcaciones desaparecidas tras partir de Mauritania.
Estas personas migrantes son tan invisibles en la muerte como lo fueron en vida. Pero hasta los fantasmas tienen familias.
La investigación de la AP incluyó entrevistas con docenas de familiares y amigos, autoridades y expertos forenses, así como análisis de documentos policiales y pruebas de ADN. Encontró que 43 jóvenes de Mauritania, Mali, Senegal y posiblemente otras naciones de África occidental abordaron el barco. La AP ha identificado a 33 de ellos por su nombre.
El grupo partió de la ciudad portuaria mauritana de Nuadibú en medio de la noche del 12 al 13 de enero de 2021. La ropa y las pruebas de ADN confirmaron la identidad de uno de los cuerpos, lo que ayudó a una familia a obtener certeza y abrió el camino para otras que buscan lo mismo.
La falta de voluntad política y de recursos globales para identificar a los migrantes muertos y desaparecidos significa que tales resoluciones, incluso las parciales, son raras. Cada año, miles de familias se preguntan por el destino de seres queridos que dejaron sus hogares para irse a Europa.
Pocos encuentran respuesta alguna vez.
EL HALLAZGO
En la mañana del 28 de mayo de 2021, Lance Biggart recibió una llamada de uno de los otros pescadores. Una embarcación extraña había aparecido.
El nativo de Tobago, de 49 años, se acercó rápidamente a sus colegas a bordo del Big Thunder, su pequeño pero veloz bote. Decenas de pescadores se unieron a él en el lugar y filmaron el cayuco con sus teléfonos. Algunos pescaron dorados, los peces brillantes que se habían reunido alrededor de la embarcación llena de cadáveres: la vida girando en torno a la muerte.
Biggart recuerda sentirse desconcertado por cómo la embarcación pudo haber sobrevivido al oleaje del Atlántico.
“Llegó una ola y el bote se balanceó muy, muy fuerte”, recuerda.
Uno de los muertos estaba sentado junto a la proa, alejado del resto de los muertos en el fondo de la embarcación. Los pescadores y policías se preguntaron si habría sido el último en morir.
La guardia costera pidió a Biggart y a su colega que remolcaran el cayuco hasta la orilla. Un tractor sacó el bote del agua. Hombres vestidos con trajes blancos de protección sacaron uno por uno, cuidadosamente, 14 cuerpos, tres cráneos y otros huesos grandes. Colocaron los restos en 15 bolsas. A algunas víctimas les faltaban extremidades o cabezas. El sol y la sal había momificado algunas partes, mientras que el agua del fondo de la embarcación habían hecho que otras se pudrieran.
Del barco se recuperaron ropa, 1,000 francos CFA de África Occidental (menos de 2 dólares) y algunos euros. La policía también encontró media docena de teléfonos móviles corroídos con tarjetas SIM de Mali y Mauritania. La Unidad de Delitos Cibernéticos de Tobago extrajo una lista de contactos de una de las SIM.
La policía en Trinidad y Tobago entregó los números al Ministerio de Relaciones Exteriores, que se comunicó varias veces con el gobierno de Mauritania. Nunca obtuvieron respuesta, dijo el ministerio en Trinidad. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Mauritania tampoco respondió a las llamadas telefónicas de la AP ni a los repetidos correos electrónicos solicitando información.
En las semanas siguientes, los clientes dejaron de comprar el pescado de Biggart por temor a que los muertos fueran víctimas de algún tipo de brujería. Otros hicieron especulaciones infundadas: ¿Eran víctimas del ébola cuyos cuerpos habían sido arrojados al bote y abandonados a la deriva?
Como hombre de mar, Biggart se sentía apelado a ayudar.
“Tengo un amigo que se hizo a la mar y nunca volvió”, dice. “No los conozco a ellos, a esa gente. Pero sé que su familia estará sufriendo”.
Cuando meses después la policía seguía sin identificar a las víctimas, la investigación criminal pasó a ser clasificada como un caso “humanitario”. Los restos acabaron almacenados y conservados en la morgue del Centro de Ciencias Forenses de Trinidad.
Hasta el día de hoy, permanecen allí.
UN SENDERO DE PISTAS
En 20 años como patóloga forense, la doctora Eslyn McDonald-Burris nunca había visto tantos cuerpos llegar a la morgue local en Tobago al mismo tiempo. La aparente ascendencia africana de los muertos le recordó a sus ancestros esclavizados.
“Es emotivo para mí, porque estoy pensando: ‘¿Por qué?’ ‘¿Que está sucediendo aquí?’”, preguntó Burris con su voz suave. “Y luego, cuando comencé a observar las corrientes oceánicas … Son las mismas corrientes que utilizaron cuando nos trajeron aquí”, dijo la forense, ahora ya retirada.
Burris concluyó que lo más probable es que murieron de “deshidratación e hipotermia, como consecuencia de haberse perdido en el mar”.
Al abrir cada una de las bolsas con los cadáveres, Burris abría una pequeña ventana a la vida de cada persona. Dentro, buscaba cualquier indicio que le ayudase a responder a las preguntas clave: ¿Quiénes eran? ¿A dónde trataban de ir? ¿Qué pasó en el barco?
Uno tenía una camándula con una media luna y una estrella, símbolos musulmanes. Otro llevaba en el bolsillo una pequeña etiqueta con escritura árabe de una botella de agua de Mauritania. Otro más llevaba un reloj en la muñeca izquierda, que aún funcionaba a pesar de que la hora y la fecha estaban equivocadas: “05:32, Domingo”, decía.
La mayoría compartía rasgos similares, “ese tipo de apariencia alta y esbelta, cara alargada y delgada”, dijo Burris. Muchos vestían varias capas de ropa, algo común en los migrantes que se echan a la mar. Algunos vestían las chaquetas y los pantalones impermeables de color verde oscuro que suelen usar tanto los pescadores de África Occidental como aquellos que buscan evitar ser detectados por las autoridades portuarias.
Mientras Burris retiraba las capas de ropa, encontró uniformes de fútbol: camisetas y pantalones cortos con las insignias de equipos europeos y de la Federación de Fútbol de la República Islámica de Mauritania. Pero un hombre vestía de manera más formal: llevaba una camisa negra con finas rayas blancas.
Otro caso más captó la atención de Burris: “Un hombre joven de ascendencia africana, complexión delgada, tez oscura”, decía el informe de su autopsia.
Tenía el cabello corto y castaño oscuro. Sus orejas eran “notablemente pequeñas”. Sus dientes estaban en buenas condiciones. Su cuerpo era el más momificado de todos, y su ropa estaba aún relativamente limpia, lo que sugería que pudo haber sido uno de los últimos en morir.
“Aquí decimos un ’chico con estilo”, dijo Burris, al referirse cariñosamente a su presentación.
Lo encontraron vestido con jeans desgastados, una sudadera con capucha de Nike y una camiseta blanca estampada debajo con algunas palabras: “HELLO, IS IT ME YOU’RE LOOKING FOR?”
La frase, en inglés, es la letra de una conocida canción de Lionel Richie. Dice: “HOLA, ¿ES A MÍ A QUIEN BUSCAS?”
UNA TÍA EN FRANCIA
A miles de kilómetros de distancia, en la ciudad francesa de Orleans, May Sow había perdido casi toda esperanza de encontrar a su sobrino con vida.
Era mediados de enero de 2021 y Alassane Sow, de 30 años, no contestaba a su teléfono, lo que dejaba desesperada a su familia tanto en Mali como en Francia. May buscó en Internet cualquier rastro de él.
Unos días antes, Alassane le había dicho por teléfono que pensaba abordar un barco a España y, en última instancia, a Francia para trabajar, como habían hecho algunos de sus amigos. Su padre, con quien no tenía apenas relación, también se había ido a España. Los traficantes cobraban 1.500 euros y él había ahorrado algo de dinero como guardia de seguridad en Mauritania.
Ella pensó que era una idea terrible. “Es un suicidio”, le advirtió. Una familia que conocía de Costa de Marfil estaba de luto por un pariente que murió al tratar de llegar a Europa.
Alassane dijo que los contrabandistas le informaron que viajaría en una barca resistente con un motor adecuado, no en los endebles botes de goma abarrotados que a menudo se ve que vuelcan en el Mediterráneo. Pero incluso si lo lograba, dijo ella, no se le permitiría trabajar legalmente en Francia.
“Cuando voy a París, veo gente, migrantes que duermen afuera, en tiendas de campaña”, recordó May.
Alassane no quería oír hablar de eso. Después de todo, su familia francesa tenía una buena vida con carreras estables que les permitían enviar dinero a Mali para mantener a su madre en el pueblo de Melga.
Los abuelos de Alassane habían emigrado a Francia desde la antigua colonia hacía décadas, dejando a su hija mayor, la madre de Alassane, en Mali. Tuvieron seis hijos más en Francia, incluida May.
Cuando May y sus hermanos intentaron llevarse a Francia a la madre de Alassane, ya era una adulta y no cumplía los requisitos para la reunificación familiar. Solicitó una visa para Francia ocho veces, pero en cada ocasión fue rechazada.
La familia francesa de Alassane había tratado de apoyar al joven en dos proyectos en Mali, en ganadería y comercio. Al final, ambos fracasaron en parte debido al impacto del cambio climático en la región y la fragilidad de la economía en un país asolado por años de conflicto e inestabilidad política. El pequeño colmado que abrió con la ayuda familiar apenas generaba suficiente dinero para alimentar a los suyos.
A final, Alassane se mudó a Mauritania para ganar aproximadamente 75 euros al mes, señaló May. Pero eso no era suficiente.
May dijo que el joven, “amable, serio y respetuoso”, nunca pidió más dinero a sus parientes franceses. La prosperidad estaba en Europa y la única forma en que podía llegar allí era en barco.
“Creo que en su cabeza pensó que no tenía otra opción”, dijo May.
En la noche del 12 al 13 de enero de 2021, abordó un cayuco en Nuadibú, Mauritania, con destino a las Islas Canarias de España, según supo más tarde su familia.
Tras el silencio inicial llegaron los rumores, incluido el de que su barco había sido detenido en Marruecos y los migrantes enviados a prisión. May contactó a un representante de la comunidad maliense en Marruecos para rastrear las prisiones y morgues. Ni rastro de Alassane.
Se acercó a una página en Facebook llamada “Protégeons les Migrants, Pas les Frontières” (“Protejamos a los migrantes, No a las fronteras”), que las familias de los migrantes desaparecidos utilizan para intercambiar información. Fue entonces cuando May se percató de que su sobrino era uno de los miles que desaparecían cada año camino a Europa.
La gente publicaba a diario información sobre alguna persona desaparecida. Pero se encontraba a muy pocos.
Todos los datos que obtuvo fueron de boca en boca. No había información oficial. May se sentía impotente.
La madre, la abuela y la esposa de Alassane tenían la esperanza de que estuviera vivo, probablemente en prisión en algún lugar desde el que no podía llamar. Pero May se sentía cada vez más escéptica.
Una noche, tuvo un sueño: lo vio muerto con mucha gente en el agua. Y gritó por él.
En su pesadilla, Alassane finalmente abrió los ojos, pero no podía hablar. Después de eso, estaba segura de que habían naufragado. Pero no tenía pruebas.
Unos meses después, su hermana compartió una noticia sobre una embarcación mauritana encontrada en Tobago con cadáveres en su interior. Luego, una reportera de la AP la contactó para preguntar sobre lo mismo. ¿Podría su sobrino estar entre ellos?
Alassane partió en enero. Y aquella embarcación había sido encontrada en mayo. Pero excepto por los tiempos, no había pruebas de que era su barca. Después de todo, los cayucos utilizados por los migrantes que parten de Nuadibú se ven iguales.
SIGUIENDO LA PISTA
La lista de contactos extraída del teléfono de una de las víctimas contenía 137 nombres.
La AP llamó a todos los números, y preguntó a quienes respondieron si conocían a algún desaparecido. Un nombre surgía una y otra vez: Soulayman Soumaré, taxista de Sélibabi, localidad en el sur de Mauritania, cerca de las fronteras con Mali y Senegal.
Un equipo de la agencia viajó a Sélibabi, un viaje de dos días desde el pueblo pesquero de Nuadibú a lo largo de una franja de asfalto que atraviesa un desierto inhóspito. Allí, los reporteros hablaron con docenas de familiares y amigos para reconstruir qué ocurrió.
Soulayman había desaparecido meses atrás, junto con docenas de otros jóvenes de pueblos cercanos. Salieron la noche del 12 de enero de 2021 de Nuadibú en una embarcación que transportaba a 43 personas a las Islas Canarias. Era el mismo barco en el que abordó Alassane Sow.
Se suponía que 47 personas habían abordado el barco, pero cuatro hombres nunca lo hicieron. Uno de ellos habló con la AP bajo condición de anonimato y confirmó que él y docenas de otros familiares, amigos y conocidos de la región habían viajado a Nuadibú. Allí, esperaron en apartamentos organizados por los contrabandistas. Durante su estancia, escuchó que más personas de un pueblo en la frontera de Mali y Mauritania también abordarían el barco.
Por fin, el 12 de enero, los contrabandistas llamaron. Partirían para España esa misma noche.
Para evitar llamar la atención de las autoridades, los migrantes se dividieron en grupos más pequeños y partieron por separado en cayucos diferentes. Debían encontrarse en alta mar y, una vez juntos, se trasladarían a una embarcación más grande con destino a las Canarias.
En Nuadibú, cientos de pescadores entran y salen día y noche, y las autoridades portuarias no alcanzan a inspeccionar la totalidad de las embarcaciones. Pero cuando vieron a cuatro hombres que supuestamente salían a faenar sin el típico uniforme verde oscuro característico de los pescadores, la policía los detuvo.
En aquel momento de frustración, ignoraban que aquel encuentro acababa de salvar sus vidas.
FAMILIAS A LA ESPERA
Pocos en Tobago habían oído hablar de Mauritania, un país africano poco conocido, igual que las familias mauritanas ignoraban la existencia de aquella isla en el Caribe. Cuando se les mostró a estas últimas Tobago en un mapa, con el Océano Atlántico que separa a ambas naciones, muchos quedaron boquiabiertos.
A pocos kilómetros (millas) de Sélibabi, en un camino de tierra transitado por cabras, se encuentra el pueblo de Bouroudji, hogar de 11 de los hombres jóvenes desaparecidos.
Los reporteros de la AP compartieron la información disponible con sus madres: una embarcación mauritana había llegado a Tobago con 14 cuerpos. Un teléfono recuperado en el barco estaba vinculado al grupo con el que habían viajado sus hijos. No había supervivientes conocidos.
“Están todos muertos”, exclamó una madre, cubriéndose la cara con las manos antes de marcharse de súbito, en un acto desesperado.
Otras se aferraron a la esperanza. Hasta que vieran los cuerpos de sus hijos, dijeron las madres, aún podrían estar vivos. Sacaron sus celulares y compartieron fotos de sus hijos con la AP. Entre ellos estaban dos jóvenes llamados Bayla Niang y Abdoulaye Tall.
El padre de Niang, Ciré Samba Niang, de 71 años, dijo estar desesperado por cualquier información.
“Hay gente que dice que han muerto. Otra gente dice que están en prisión”, afirmó. “Hay otros que hablan sin sentido”.
Niang dijo que no estaba al tanto de los planes de su hijo. Culpó al desempleo local junto con las percepciones de mejores oportunidades en el extranjero. Muchos otros de su generación también se mudaron a Europa y ganaron buen dinero para los estándares mauritanos.
“Si uno va a Europa, en uno o dos años podrá construir una casa (en Mauritania), comprar un automóvil”, manifestó Niang. “Otra persona ve eso y dice: ‘No puedo quedarme aquí. Yo también me tengo que ir’”.
En el pueblo cercano de Moudji, las familias de Soulayman Soumaré y también de sus desaparecidos primos, Houdou Soumaré y Djibi Koumé, luchaban para seguir adelante con sus vidas. Una madre, severamente deprimida, sufría ataques de pánico, dijeron los aldeanos.
“Ni siquiera puedes hablar porque todos están muy descontentos”, dijo Oumar Koumé, padre de Djibi Koumé.
Como las madres de Bouroudji, Koumé pidió ver los cuerpos encontrados en el cayuco que llegó a Tobago.
“Si ves que alguien está muerto frente a ti, sabes que sucedió. Pero si no lo ves, todos los días hay rumores”, dijo. “Te duele el corazón”.
Adama Sarré es una enfermera de 46 años y madre soltera. Su hijo de 25 años, Cheikh Dioum, también había desaparecido.
Dioum, un joven introvertido, a veces se quedaba en su habitación durante días, según su madre. Estaba molesto, frustrado. En repetidas ocasiones le había pedido dinero para viajar a Europa. Pero con su exiguo salario de enfermera, Sarré tenía poco que darle. Le aconsejó paciencia. Recordó haberle dicho: “Cheikh, ve despacio, ve despacio. Si trabajo y encuentro dinero, te conseguiré un boleto de avión y te irás”.
Dioum pensó que mentía, aseguró. Se fue sin decir adiós.
“Llamo a su teléfono, no funciona”, explicó Sarré, añadiendo sentirse impotente. “Solo estoy sentada aquí”.
EL RELATO DE UN SOBREVIVIENTE
Quizá nunca se sepa qué sucedió a aquellos hombres cuando quedaron a la deriva, en su travesía desde Nuadibú a Tobago. Pero los relatos de sobrevivientes de otros naufragios en el Atlántico ofrecen algunas claves.
Moussa Sako fue rescatado por el Ejército del Aire español el 26 de abril de 2021. Su embarcación fue avistada por casualidad a más de 500 kilómetros (310 millas) de la isla española de El Hierro, “en mitad de ninguna parte”, como lo describió uno de los rescatistas.
Habían partido 22 días antes desde Nuakchot, la capital de Mauritania. Sólo tres de las 63 personas que abordaron sobrevivieron.
Como muchos en el cayuco, Sako, el solicitante de asilo maliense, nunca había visto el océano. Cuatro hombres con experiencia marítima, entre ellos un “capitán” senegalés, estaban a cargo de llevarlos hasta Canarias. El viaje tomaría de cuatro a cinco días.
Estaban apiñados como sardinas en lata, con Sako apretado en el medio. La gasolina que se fugaba y el agua salada en el fondo de la embarcación les quemaba la piel.
No mucho después de partir, se quedaron sin comida ni agua. Al cuarto día se les agotó el combustible. Para frenar su deriva y ser más visibles para los rescatistas, hicieron un ancla improvisada atando el motor y otros restos de metal pesado a una cuerda.
Con cada día que pasaba, el barco se alejaba más. Las tensiones se convirtieron en discusiones. Los contrabandistas, decían algunos, los habían traicionado.
Cada minuto que pasaba sin atisbo de rescate se tensaba la convivencia dentro de la barca. Un número creciente entre ellos quería cortar la cuerda para ir a la deriva más rápido. Sako pensó que sería mejor permanecer cuanto más quietos les fuese posible, donde el mar aún mantenía cierta calma y desde donde se podían ver algunas luces por la noche. Pero el joven maliense fue derrotado en una votación. Cortaron la cuerda y, tras ella, el ancla se hundió.
Tal y como temía Sako, el viento los llevó a aguas más agitadas que inundaban su embarcación. La noche siguiente murió la primera persona, un hombre de 20 años. Lavaron y envolvieron su cuerpo según la tradición islámica y rezaron antes de lanzarlo por la borda.
Para la segunda semana, de tres a cuatro personas morían a diario.
Algunos llegaron a alucinar. Un hombre saltó al agua y se ahogó al creer que habían llegado. Otros también se lanzaron por la borda para poner fin a su sufrimiento. Sako, el que tenía mejor forma física, trató de ayudar a los demás.
“Tenía cuatro (capas de ropa) sobre mí”, recordó. “Me quitaba una y se la ponía a ellos … hasta que me quedó sola una”.
En la decimoctava jornada, el joven trató de alejarse de los cuerpos en descomposición. Pero estaban en todas partes. Solo un puñado de personas seguía con vida. Apenas hablaban. Sako ya no temía a la muerte. Pero sí le preocupaba qué pasaba después.
“Quería que, aunque muriera, la gente recuperara (mi cuerpo) y me enterrara”, dijo Sako. “Si desapareces en el agua, pueden buscarte durante cien años”.
Por fin, el día 22, apareció un avión gris en el cielo. Luego llegó un helicóptero. Un rescatista descendió y levantó a Sako y a los otros dos sobrevivientes fuera del cayuco lleno de cadáveres.
Las autoridades españolas eventualmente recuperaron los cuerpos de 24 personas, que fueron enterrados en Canarias en tumbas marcadas con cifras, en referencia a números de caso en lugar de nombres. Los restos de los otros 36 se los tragó el Atlántico.
RESPUESTAS (PARCIALES)
El número de personas que intenta cruzar el Atlántico hacia Canarias ha vuelto a caer mientras España y la Unión Europea, con la ayuda de sus socios africanos, intentan cerrar esa ruta migratoria en un constante juego del gato y el ratón. Pero las razones que empujan a estos hombres, mujeres y menores a marcharse —falta de empleo, pobreza, violencia, cambio climático— sólo han empeorado.
Un año después de que los 43 hombres partieran de Nuadibú, el cayuco blanco y azul permanecía al pie de la carretera de Belle Garden, en Tobago. Igual que la investigación judicial, la barca se hallaba abandonada allí, varada junto a la playa.
La ropa, otros objetos y los celulares que se hallaron junto a los cadáveres se almacenaron en la parte trasera de la estación de policía de Scarborough, una localidad vecina. Aunque tenía autorización para eliminar las pruebas, el oficial de policía a su cargo decidió conservar los artículos “en caso de que alguien viniera a buscarlos algún día”.
Con guantes de látex, el oficial y una reportera de la AP abrieron las bolsas selladas y desplegaron las pruebas deterioradas sobre el piso de concreto para fotografiarlas.
Allí estaban las camisetas de fútbol y los pantalones cortos sucios con los emblemas de la Juventus, el Paris Saint-Germain, el Barcelona, el Real Madrid y la Federación de Fútbol de Mauritania que Burris había anotado en sus informes de autopsia. Estaban las chaquetas y pantalones impermeables de color verde oscuro que muchos migrantes usan durante la travesía. Y allí estaban también los teléfonos celulares, tan desgastados que los dispositivos se deshacían al menor roce.
Después de días de analizar fotografías de aquellas pruebas como si fuera un rompecabezas, una camiseta resultó familiar. En una foto compartida por una de las madres de la aldea mauritana de Bourdouji, se ve a Abdoulaye Tall, de 20 años, con una camiseta colorida con una inscripción, aunque sólo parcialmente legible: “IS IT … E … YOU’RE.” (“ES A … O … QUIEN”).
De pronto, todo encajó. Tall vestía la camiseta que había llamado la atención de la doctora Burris: “HOLA, ¿ES A MÍ A QUIEN BUSCAS?” (“HELLO, IS IT ME YOU’RE LOOKING FOR?”)
La AP compartió su hallazgo, junto con fotografías de la camiseta, con el padre de Tall, quien dijo que estaba agradecido por la información, aunque destrozó cualquier esperanza de hallar a su hijo con vida.
“Es obvio que está muerto”, expresó Djibi Tall. “Es la voluntad de Dios”.
La AP también compartió fotos de la evidencia recolectada en Tobago con otras familias de desaparecidos en Mauritania, Mali, Senegal y Francia.
May Sow, la tía francesa del maliense Alassane, pasaba días enteros y noches en vela revisando las fotografías de AP en su teléfono. Una foto volvía a captar su atención una y otra vez porque se le hacía familiar: era una camisa negra con rayas blancas.
Volvió a ver las fotos que tenía de su sobrino, las tomadas poco antes de que desapareciera. Allí estaba: la misma camisa negra, con sus rayas finas y blancas. Alassane sólo la usaba en ocasiones especiales.
“No creo que tuvieran derecho a llevar cosas con ellos, así que debió haberse vestido con su mejor ropa”, dijo May.
La tía de Alassane contactó a uno de los amigos mauritanos que había acompañado a su sobrino en la primera parte del viaje hasta el barco en Nuadibú. Éste confirmó que Alassane había vestido la camisa a rayas bajo una chaqueta con bolsillos rojos. Ambas prendas fueron encontradas en uno de los cuerpos.
May ya estaba de luto por la pérdida de su sobrino, pero su hermana, la madre de Alassane, todavía la negaba. May se acercó a la Cruz Roja en Senegal para obtener ayuda para una prueba de ADN y así confirmarla. Pero como la madre de Alassane era de Mali, no la pudieron ayudar.
A mediados de 2022, con la intercesión de la AP, la madre de Alassane logró enviar una muestra de saliva al Centro de Ciencias Forenses en Trinidad y Tobago.
Tres meses después, el 4 de octubre de 2022, May recibía un correo electrónico: “Lamento informar que el resultado de compatibilidad de la muestra de ADN es positivo”.
EPÍLOGO
Alassane fue enterrado tras un funeral por el rito islámico el 3 de marzo de 2023 en el cementerio público de Chaguanas, en Trinidad y Tobago. Su familia no se pudo costear el viaje y rezó por Alassane tanto en su pueblo natal, en Mali, como en Francia.
De las 43 personas que se cree que abordaron el barco de Alassane, los pescadores de Tobago sólo encontraron los cadáveres pertenecientes a 14 personas, además de algunos restos óseos. Con la esperanza de identificar los cuerpos que permanecen en el Centro de Ciencias Forenses de Trinidad, la Cruz Roja ha recolectado 51 muestras de ADN procedentes de familiares vinculados con 26 migrantes desaparecidos. Esos resultados aún se desconocen.
Algunos misterios nunca se esclarecerán. Probablemente, el mundo nunca sabrá qué sucedió durante los 135 días y noches que un grupo de jóvenes que soñaban con una nueva vida en Europa pasaron a la deriva en el Atlántico. Pero la tía de Alassane ya tiene una certeza.
“Al menos, para mi sobrino, tenemos pruebas de que es él”, dijo May. “Podemos rezar por él y creer que está en un buen lugar”.
Tomado de Vanguardiamx
Por Renata Brito y Felipe Dana The Associated Press.